Si hay un aprendizaje que quedó bien marcado por la pandemia, es que los negocios físicos no son los únicos catalogados como serios o legales. Las empresas virtuales, los servicios tercerizados o aquellas que no cuentan con espacios físicos, quedaron al mismo nivel que cualquier otra.
De allí que los líderes empresariales se dieron cuenta de la necesidad de poner en práctica y mantener los procesos de Debida Diligencia, con el objetivo de garantizar la protección de sus transacciones. Fue fundamental iniciar investigaciones que permitieran dar lectura a los antecedentes de las empresas con las que se hacían negocios, incluyendo proveedores, clientes, socios, relaciones comerciales, tercerizaciones, etc.
Como sabemos, la función de la Debida Diligencia está orientada a analizar el entorno, no solo de las negociaciones, sino de la integridad de las empresas, dado que incurrir en conductas irregulares o al margen de las leyes, definitivamente puede conducir a cometer fraudes o delitos que redunden en acciones perjudiciales para la empresa.
La Debida Diligencia ha sido conceptualizada de manera académica como: “la acción que se considera razonable que las personas tomen para mantenerse a sí mismas o a otros y a sus bienes a salvo” o “el examen detallado de una empresa y sus registros financieros, realizado antes de involucrarse en un acuerdo comercial con esta”.
Según esto, el análisis de la reputación de una firma, conocer sus orígenes, de dónde proviene su financiamiento, quiénes son las personas que aparecen como responsables y cuál es su actividad, evitará que se incurra en delitos que al final ocasionan pérdidas y obviamente problemas legales, daño de su reputación, etc.
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Roberto Samaniego
Director de Riesgo y Cumplimiento
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